1 de enero de 2009

El amor venéreo en los tiempos de la sífilis

PROSTITUCIÓN: EXPLOTACIÓN DE CLASE Y DE GÉNERO, NEGOCIOS TURBIOS Y CONTROL SOCIAL (PRIMERA PARTE)

De tanto en tanto se menea en los medios el tema de la prostitución. Ciertamente que lo que preocupa a probos funcionarios, a honestos policías y a ciertas agrupaciones vecinales no es el ejercicio en sí mismo sino su oferta en la vía pública. En otras palabras, no les interesa que haya “trata de blancas” y explotación sexual de mujeres y niñas, lo que horroriza a estos nobles ciudadanos es que la prostitución esté a la vista, por lo tanto entienden que se la puede ejercer pero en ámbitos ocultos. Sin embargo, la ley de Profilaxis de Enfermedades Venéreas, sancionada en 1936, prohíbe la existencia de prostíbulos, mas no la de la prostitución. Es que desde que fue reglamentada por primera vez, en el siglo XIX, ha resultado un negocio sumamente lucrativo para explotadores, funcionarios y policías (que a veces son la misma cosa). Se presenta a continuación la primera de dos notas sobre el tema. Se trata de un recorrido por la normativa sobre la prostitución que demuestra cómo la explotación sexual funciona como una metáfora de las relaciones sociales de dominación de clase y de género que, con ligeras variantes, se han perpetuado en la historia.

Por Marcelo R. Pereyra

LEGISLACIÓN 1875-1936

La prostitución desembarcó en estas playas de la mano de los conquistadores, pero recién en 1875 se dictó en la ciudad de Buenos Aires la primera normativa integral sobre la cuestión. El Reglamento sobre la Prostitución del 5 de enero de ese año estaba inspirado en las disposiciones de control sanitario de las prostitutas que Napoleón Bonaparte había dictado en Francia, en 1805, para prevenir la salud sexual de sus soldados. El espíritu del Reglamento, coincidente con el imaginario social que entendía a la prostitución como un mal necesario imposible de eliminar, era permitir la actividad pero controlarla. Para las autoridades de la ciudad era un problema de salud pública asociado a las enfermedades venéreas y a la higiene ambiental. En el caso de las primeras, debe señalarse que Buenos Aires tuvo durante mucho tiempo una de las tasas de morbilidad sifilítica más altas del mundo; en el segundo aspecto cabe recordar que la tuberculosis y la viruela hacían estragos entre la población, pero sobre todo había pánico por la posibilidad de una nueva epidemia de fiebre amarilla, que en el verano de 1871 había provocado 14.000 muertes, por lo que se consideraba necesario legislar sobre las condiciones higiénicas de los numerosos locales destinados a prostíbulos. Es que la actividad prostibularia se había expandido hasta tal punto que tenía por sede, además de los tradicionales inquilinatos, casa de familia, oficinas, bares, salas de baile, entre otras localizaciones sui generis. Se entienden entonces las preocupaciones higienistas de las autoridades de Buenos Aires, una ciudad que, rápida y caóticamente, estaba abandonando su status de gran aldea para convertirse en una de las metrópolis más grandes de la época.

En su primer artículo el Reglamento especificaba que una casa de prostitución era aquella donde vivían prostitutas. En el 9º establecía que podían ejercer esta actividad las mujeres mayores de 18 años (para el Código Civil la mayoría de edad era a los 22), quienes debían someterse a revisiones médicas y llevar siempre consigo su libreta sanitaria. Cada prostíbulo debía tener un libro donde se registraban los datos filiatorios de las pupilas y la madama, y donde los médicos consignaban su estado de salud. En el artículo 10° se disponía que las prostitutas debían sujetarse a la inspección y reconocimiento médico cuando fuesen requeridas para ello y llevar siempre consigo su retrato en una tarjeta fotográfica, en la cual tenían que estar anotados la calle y el número de la casa de prostitución a la que estuvieren adscriptas, su nombre y el número de orden que les correspondía en el registro de inscripción. Por otra parte, se autorizaba la concentración de prostíbulos en lo que hoy es el microcentro porteño para facilitar la supervisión sanitaria y policial, pero se prohibía su instalación a menos de dos cuadras de “templos, teatros y casa de educación”.

A pesar de que la prostitución era rechazada por muchos, se la toleraba en la zona céntrica de la ciudad en tanto que no fuera “escandalosa”, es decir mientras no fuera notoriamente visible. Otra era la situación en los arrabales, en las plazas de carretas o en la Boca, donde imperaba la prostitución clandestina. Si los jóvenes burgueses concurrían a los lenocinios céntricos autorizados para iniciarse sexualmente primero, y después para divertirse con mujeres deshonestas, los hombres de las clases populares no gozaban del relativo beneficio de los controles médicos y de la vigilancia moral de la policía.

El Reglamento prohibía el rufianismo, sin embargo cada prostíbulo tenía algún rufián como protector-explotador. Más tarde, la progresión geométrica de la prostitución terminó con el rufianismo solitario y repotenció las organizaciones de trata y explotación de mujeres. El censo de 1887 reveló que había cerca de 6.000 prostíbulos y entre 20.000 y 30.000 prostitutas en Buenos Aires. Con un proceso migratorio en su apogeo, el 75% de las prostitutas eran extranjeras –mayormente europeas- y el 25% argentinas. La ciudad estaba sobresaturada de hombres solos, en su mayoría europeos empobrecidos por la primera gran crisis del capitalismo. La mayor proporción de prostitutas extranjeras se explica porque a las europeas solteras de los países más pobres también las afectaba la miseria. Muchas fueron traídas por organizaciones bajo engaño y obligadas a prostituirse, pero muchas más sabían a lo que venían. En cuanto a las argentinas, llegaban a la prostitución después de comprobar que si trabajaban en alguna industria o taller ganaban la mitad de lo que ganaban los hombres por la misma tarea. Las mujeres que conseguían trabajo en las fábricas rara vez terminaban en un burdel, por lo cual la prostitución aparecía como una alternativa al desempleo.

Hacia 1888 se abrió una segunda instancia en la prostitución porteña. Si la primera se había caracterizado por una disposición “voluntaria” por parte de las mujeres que ingresaban al oficio, bajo la tutela y protección de rufianes orlados de cierto romanticismo, la segunda se caracterizaría por una prostitución “violenta o compulsiva”, a partir del momento en que fue posible vender mujeres en calidad de prostitutas-esclavas. La demanda de sexo se había sofisticado y reclamaba “mercadería de primera calidad”. Los tratantes dejaron de reclutar mujeres en los prostíbulos de Marsella, y otras ciudades portuarias, y tuvieron que enviar a Europa a sus madamas de confianza para que convencieran a jovencitas de clase media de viajar a Buenos Aires con la promesa de trabajos dignos y bien remunerados. Estas jóvenes ingresaban al país con la documentación en regla y teniendo como destino domicilios donde ejercerían profesiones legítimas. Pero la realidad era que terminaban sobre el escenario de un cabaret ofrecidas por los rufianes al mejor postor.

Frente a esta situación las autoridades municipales emitieron la ordenanza del 12 de marzo de 1895; en ella se disponía que se debía declarar la fecha de ingreso al país de toda mujer sindicada como prostituta, cuál iba a ser su destino y quién y por qué medios la había traído. Si la mujer había sido traída con engaños se la alentaba a denunciar a sus victimarios. Si declaraba su intención de ejercer la prostitución, se le aclaraba que podía renunciar a ese propósito. El articulado de la norma prohibía toda forma de compulsión, violencia y castigos corporales. Pero en la práctica esta nueva forma de esclavitud estaba en aumento; lo peor era que ahora la explotación no tenía ningún tipo de límite, ni de días u horas de trabajo, ni de cantidad de clientes por noche. Abaratada así la “mano de obra”, el negocio prostibulario progresó como nunca y permitió que se reunieran grandes fortunas, con las cuales se abrían nuevos prostíbulos, se compraban más mujeres, se pagaban mayores coimas y se reclutaban más matones para cuidar los “negocios”. A todo esto la legislación municipal no sólo era contradictoria, sino que no se hacía cumplir.

En 1912 el diputado socialista Alfredo Palacios presentó un proyecto que abarcaba el delito de trata y la corrupción de menores. Al tratarse el proyecto en la comisión respectiva se le agregó una enmienda según la cual se penaba con cárcel a los que hubiesen obligado a una mujer a ejercer la prostitución: era la primera vez que se disponía la persecución penal para este tipo de situaciones. La ley fue sancionada, pero no terminó con la prostitución sencillamente porque no era su objetivo. Un diputado, curiosamente de origen católico, defendió la supervivencia de la prostitución basándose en la vieja idea del “mal necesario”. Padres de la Iglesia Católica, como Santo Tomás o San Agustín, se habían pronunciado en este mismo sentido. El primero había comparado a la prostitución con una cloaca cuya obturación podría contaminar todo el palacio, e incluso podía fomentar la homosexualidad; el segundo pensaba que la eliminación de los burdeles podía dar lugar a la diseminación de una lujuria descontrolada.

Tampoco la Primera Guerra Mundial afectó el desarrollo del negocio prostibulario; por el contrario, muchos y muchas inmigrantes europeos llegaron a Buenos Aires huyendo del horror y la devastación del enfrentamiento armado. Así las cosas, las autoridades municipales seguían emitiendo todo tipo de normativas dirigidas especialmente a controlar la creciente prostitución clandestina De vez en cuando se clausuraban prostíbulos clandestinos, o autorizados que no cumplieran con las normas de higiene. Con todo, la cantidad de estos últimos iba en disminución, mientras que aumentaba la de los primeros porque sus propietarios querían ahorrarse los altos impuestos que gravaban la actividad (la prostitución autorizada dejaba grandes ingresos en el erario municipal). Para intentar combatir al rufianismo, una ordenanza de 1925 prohibió los burdeles de muchas mujeres y facilitó la prostitución individual, incluso la clandestina.

La organización de rufianes judíos Zwi Migdal -que venía operando desde 1906 bajo la fachada de una sociedad de socorros mutuos con personería jurídica otorgada por el gobierno de la provincia de Buenos Aires-, tenía cerca de 200 prostíbulos en Buenos Aires, con unas 2.200 prostitutas. En una lujosa mansión de la avenida Córdoba, los rufianes habían montado una falsa sinagoga donde un falso rabino los casaba con judías traídas bajo engaño. Una de ellas realizó en 1930 una denuncia por explotación contra la Zwi Migdal. La justicia intervino y los diarios publicitaron ampliamente el caso. Los rufianes fueron procesados por secuestro, estupro, mancebía, violación y adulterios reiterados. Las autoridades municipales corrieron a reflotar una ordenanza de 1925 por la que se prohibía la prostitución, pero que nunca se había hecho efectiva. Finalmente, cuatro años después del “escándalo” de la Zwi Migdal, la Ordenanza 5.953 dispuso la clausura de los prostíbulos en Buenos Aires.

Una parte de las prostitutas pasó a trabajar en los prostíbulos ubicados en los alrededores de la ciudad. La otra parte quedó libre para ofrecerse en sus calles, por lo que pasó a quedar en manos de la policía. En 1932 el gobierno de Uriburu había legitimado los Edictos Policiales mediante el decreto 32.265. Con ellos la Policía Federal podía arrestar a cualquier individuo casi por cualquier cosa; en la práctica no era un mecanismo para sancionar faltas, sino un sistema de control social en la medida en que la policía podía detener arbitrariamente un gran número de personas sin supervisión judicial. En suma, los Edictos resultaron útiles para “limpiar” las calles de sospechosos de estar, según la arbitraria suposición de la agencia policial, en un estado predelictual. Esto es: las personas eran detenidas más por su aspecto y condición que por la infracción que supuestamente estaban cometiendo. De esta manera la Federal tomó el control del espacio público, determinando a su exclusivo criterio quién podía y quién no podía usufructuarlo, lo cual derivó en abusos de poder y corrupción. Durante mucho tiempo las prostitutas fueron las principales víctimas de este sistema, pero no porque se les impidiera desarrollar su actividad sino porque para ejercerla sin ser molestadas debían “arreglar” con la seccional policial de la zona.

Otra de las consecuencias de la prohibición de la prostitución reglamentada fue el recrudecimiento de la sífilis. En 1936 se sancionó la ley nacional de Profilaxis de Enfermedades Venéreas (12.231). El artículo 13 disponía la obligatoriedad del análisis prenupcial; el 15 prohibía la existencia de locales destinados a la prostitución. De todas formas, la prostitución individual e “independiente” siguió existiendo, puesto que no había sido taxativamente prohibida por esta ley.

(Fin de la primera parte)

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