MÉXICO: TRISTE FINAL DEL GOBIERNO
DE FELIPE CALDERÓN
La
desigualdad evidente en la sociedad mexicana se ha acentuado en los últimos
doce años, alcanzando su nivel más alto en la etapa final del turbulento
gobierno de Felipe Calderón. Esta desigualdad prueba claramente que tanto en
términos reales como relativos, la población no ha podido beneficiarse del
mediocre crecimiento económico del país y que la riqueza sigue concentrándose
de una manera mucho más desigual que en cualquier otra etapa de nuestra
historia y que en cualquier otro país.
Por Manuel Leví Peza (desde México)
Las brechas crecientes pueden ser atribuidas a
múltiples causas. Sin embargo, la mayor culpa recae sobre el gobierno conservador
panista, que ha ampliado el mapa de la injusticia al no poder extender las
oportunidades de empleos permanentes bien remunerados, atajar la pobreza, dar
eficacia al mercado interno e introducir la moderación en el gasto corriente.
Además, tampoco fue eficaz en cuanto a la desregulación y privatización de
actividades consideradas como responsabilidad del Estado. Al contrario, con
Calderón el gobierno se hizo más centralizado, con autoridades locales más
corruptas, con sindicatos corporativos de enorme liquidez financiera, con
duopolios televisivos irreductibles en su influencia política y con un
“thatcherismo” militar obsesivo y fracasado en el combate al narcotráfico
y al crimen organizado.
No creo que haya alguien que en su sano juicio pueda
aprobar los resultados de la alternancia política, cuando la justicia social
dejó de ser la parte fundamental de la agenda del gobierno y cuando el Partido
de Acción Nacional, llegado al poder, abandonó su compromiso moral original y
su fidelidad hacia los autores de su filosofía fundacional. Por eso hoy, la
proclamación panista de justicia y equidad se traduce en incompatibilidades inconmensurables
contemporáneas y en el consecuente retiro de la lucha por la defensa de los
derechos humanos. Esto explica el por qué los recursos naturales y las
instituciones económicas, políticas y sociales, creadas para regular la
producción, el intercambio y el consumo, han producido, bajo su autoridad,
vastas desigualdades en los niveles de vida de los mexicanos y una involución
letal de las instituciones que exacerba la pobreza en las barriadas paupérrimas
de las metrópolis y en las comunidades indígenas, mientras que los enclaves de
las élites prevalecen en la opulencia, manteniendo privilegios inmerecidos, de
acuerdo con el lugar de nacimiento, la clase, el género, grupo étnico, grado de
escolaridad, credo religioso, color de piel, tasa de ingreso y de riqueza.
La supuesta “inevitabilidad de la pobreza” suele
invocarse como una defensa del fracaso de las políticas gubernamentales y como
respuesta al aumento inaceptable de la corrupción y la impunidad. Por eso, en
México, la gente que se vuelve rica, por herencia o gracias a su propio
esfuerzo, son moralmente “sospechosos” de tráfico de influencias, peculado,
ejercicio indebido de la función pública, lavado de dinero, tráfico de personas
o por actividades ilícitas muy rentables. Estas familias que están en mejor
situación, en el contexto de la polarización social, deben reconocer que la
peligrosa desigualdad económica y la fragmentación política pueden rebotar en
su contra.
Así pues, la prudencia les aconseja orientar sus
influencias hacia la disminución de las diferencias entre ricos y pobres, en
lugar de entronizar a gobiernos afines a los intereses que defienden.
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