En menos de un mes el gobierno argentino tuvo que enfrentar dos
rebeliones: la primera fue la del 13 de septiembre, cuando un número
significativo de personas se manifestó en varias ciudades del país contra
distintos aspectos de las políticas oficiales. La segunda fue la que protagonizaron suboficiales
de la Prefectura y la Gendarmería por reclamos salariales. ¿Se trata de hechos
aislados o son la consecuencia de un generalizado estado de crispación social?
Por Marcelo R. Pereyra
LO QUE CADA UNO QUIERE
Los caceroleros y los
milicos se manifestaron con motivaciones fueron bien distintas: los primeros
salieron a la calle con una agenda variada de reclamos que tuvo un marcado carácter político, bien visible en algunas
pancartas y declaraciones de los manifestantes a la prensa. Algunas se
focalizaron en la figura presidencial (“Se va a acabar la dictadura de los K”,
“TN no miente. Cristina miente y roba”, “Argentina, sin Cristina”), y otras
fueron más “institucionales” (“Queremos Constitución y no reelección. Queremos
seguridad y no impunidad. Queremos pluralidad y no silencio. Queremos libertad
y no autoritarismo. Queremos educación y no adoctrinamiento”). Unas y otras
expresan las preocupaciones políticas centrales de un importante sector de la
sociedad que siempre ha sido hostil a los gobiernos de origen peronista. En
suma, lo más destacable de la protesta del 13S no fue su originalidad sino su
masividad y extensión geográfica, que preanuncian lo difícil que le será al
gobierno tener buenos resultados electorales el año próximo en las grandes
ciudades del país.
(En tren de hacer
especulaciones electorales, a este sector opositor habría que sumarle otro, de
similar origen de clase pero de distinto pensamiento político, que prioriza en
su agenda problemáticas que no se enunciaron el 13S, como el “gatillo fácil”,
la tortura en las cárceles, la megaminería, la sojización descontrolada, las
reivindicaciones de los pueblos originarios o la represión y criminalización de
la protesta social. Si bien dentro de este sector social hay grupos que apoyan
al gobierno y que comparten parcialmente esta agenda, su importancia a la hora
de sumar los porotos electorales también debe ser tenida en cuenta. Sobre todo
porque sus preocupaciones son bien concretas y para nada declarativas, y en
todos los casos son consecuencia directa de las políticas públicas de los
gobiernos K).
En cambio la protesta de
las gorras no parece extenderse más allá de una cuestión salarial. Sus
promotores han debido repetir constantemente que no tenía nada de político y
menos de golpista. Por lo que se sabe hasta el momento habría que creerles, más
allá del apoyo que hayan recibido de algunos funestos personajes pro milicos,
como Aldo Rico o Rosendo Fraga, que asiduamente escriben en las acogedoras
páginas de La Nación o son invitados
al programa del viejo golpista Mariano Grondona. Como sea, la protesta de
gendarmes y prefectos y la “inquietud” que se registra en la parte más baja de
los escalafones en otras fuerzas armadas y de seguridad, responde también a la
política gubernamental de negrear los salarios de los agentes públicos civiles
y militares. Esta política, que no es invento del kirchnerismo, consiste en
desmembrar los ingresos salariales en varios ítems no remunerables, es decir
por los que no se hacen aportes provisionales. Así la administración se ahorra
miles de millones de pesos, pero se generan las más ridículas e injustas
distorsiones en los haberes de los agentes pasivos y activos. Si ello no fuera
así, el descontento de gendarmes y prefectos no hubiese tenido la repercusión y
la adhesión que tuvo.
LOS QUE PUEDEN Y LOS QUE NO PUEDEN PROTESTAR
Si algo en común tuvieron
ambas protestas fueron los intentos que hicieron por descalificarlas el
gobierno y otros sectores políticos. En el caso de la manifestación civil, no
pudieron atacarla por su cuantía, el recurso legitimador predilecto de los K.
Es que las imágenes demostraron una masividad impensada para oficialistas y
opositores. Pese a ello, la prensa cooptada por el gobierno se empeñó en no
darle trascendencia. Directamente la televisión K y la proK no la transmitió.
Con lo cual, dicho sea de paso, quedó en evidencia una vez más que la
“pluralidad de voces” –el argumento central de la ley de medios audiovisuales-
no es una preocupación de este gobierno.
Entonces, tímidamente,
aparecieron algunos cuestionamientos a la real espontaneidad de la chusca
movida opositora, como si sólo las manifestaciones espontáneas fueran legítimas,
cuando la realidad es que la gran mayoría son planificadas y convocadas con
anterioridad. Está muy claro que en este caso las redes sociales vienen
funcionando desde hace tiempo como herramientas de aglutinación de quienes
piensan parecido. Sin embargo, no faltó algún K trasnochado que le atribuyó -¡cuándo
no!- toda la responsabilidad de la convocatoria al Grupo Clarín. Luego, dando
por finalizado el prolongado y estruendoso silencio que siguió al 13S, el
gobierno deslegitimó a los protestantes por carecer de estructura política. En
un discurso la Presidenta les recomendó que se organizaran, buscaran un
candidato y se presentaran a elecciones, con lo que confundió una expresión de
opinión pública con una opción electoral. No cabe duda de que los manifestantes
del 13S no van a votar por Fernández, pero no puede decirse que todos votarán
por un mismo candidato. Incluso no tienen por qué hacerlo.
Por último, se criticó los
caceroleros desde algunos sectores del gobierno y de la izquierda por su extracción social, deslegitimando sus
pataleos por provenir de las clases más “acomodadas”. Este punto es interesante
para reflexionar sobre quiénes estarían habilitados para la protesta.
Aparentemente, según estas críticas de clase sólo los de abajo tendrían esa
posibilidad en tanto que portarían una legitimidad innata por pertenecer al
“pueblo”. En las ciencias sociales y políticas, “pueblo” es una palabrita que
se las trae. Tiene muchas definiciones, pero curiosamente ninguna de ellas ha
sido formulada por un integrante genuino del colectivo popular. La más aceptada
dice que el pueblo es el sector económica, política y socialmente más
postergado. Siguiendo estos razonamientos no habría lugar para que otros que no
pertenecen al colectivo popular se expresasen públicamente. Lo que es “pueblo” legitimaría todo y, a la
vez, deslegitimaría todo lo que no es. De allí los ingentes esfuerzos que hacen
los políticos para arrogarse la representación de lo popular.
También se cuestionó la licitud de la
rebelión de las gorras. La gran mayoría del arco político tradicional,
incluyendo las cuatro centrales gremiales, reconoció que el reclamo era justo
pero cuestionó la forma de llevarlo a cabo, algo que le debió haber sonado
conocido a los obreros y desocupados que han protagonizado en los últimos años
protestas en el espacio público. Pero desde la izquierda más rústica les
negaron sin vueltas a los prefectos y gendarmes todo derecho a protestar por
formar parte del aparato represor del poder. Así, la aplicación lineal de esta
argumentación les negaría su condición de seres humanos, pues los colocaría en
una suerte de no-lugar en la estructura social, inhabilitados para cualquier
reclamo por el sólo hecho de ser milicos, ignorando el hecho de que en una
sociedad justa e igualitaria –como la que esta izquierda dice aspirar- todos
deberían tener derecho al pataleo. Y sobre todo estos suboficiales que tienen
la misma condición social que aquellos a los que reprimen. Claro, es una
contradicción; pero para ellos es una estrategia de sobrevivencia. No todos se
alistan por convicción ideológica. Para la gran mayoría, y en especial en las
zonas más atrasadas del país, meterse de milico es un recurso más que legítimo
para salir de la pobreza.
En resumen, las dos protestas no están
formalmente conectadas. No hay una agenda común. Lo que hay es una percepción
similar de un gobierno con signos de debilidad al cual civiles y militares “se
le han animado”, una situación impensable un año atrás y que tiene un origen
multicausal. Por ahora son sólo indicios de un malestar extendido y expresado
en el espacio público real y virtual como nunca antes desde 2003. El futuro
dirá si se convierte en algo más.
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