INCENDIOS FORESTALES Y ALTERNATIVAS AL DESARROLLO
La pérdida de bosques nativos exige
que se implantan tareas de restauración ambiental que deberían medirse en
siglos, e incluso alcanzar un mileno. Esto significa la necesidad de acciones y
medidas, tanto en los gobiernos como en la sociedad, apuntando al año 3015.
Por Eduardo Gudynas (desde Uruguay)
Los
incendios de grandes extensiones de bosques en el sur de Chile y Argentina, que
están ocurriendo en marzo de 2015, han causado justificada alarma. En el caso
chileno se han quemado más de 6 mil hectáreas en la Reserva Natural China
Muerta y el Parque Nacional Conguillío, mientras que en Argentina ardieron más
de 1 600 has en el parque Los Alerces. Bajo esta dolorosa pérdida en el
patrimonio natural austral, hay un aspecto que apenas asoma y no es sencillo de
abordar, pero es de vital importancia. Me refiero a las escalas de tiempo que
manejamos nosotros, como seres humanos, frente a los ritmos temporales de la
Naturaleza, que son muy distintos.
Las
araucarias que están ardiendo en el sur chileno o los alerces en la Patagonia
argentina (también llamados lahuán), pueden tener edades centenarias, y algunos
de ellos alcanzan o superan el milenio. Como bien dice el ingeniero forestal
Sergio Donoso, en una entrevista en El Desconcierto, muchos de esos árboles están allí
antes de la creación del estado chileno, e incluso preceden el arribo de los
conquistadores españoles. Advierte que estamos frente a “una dimensión en
tiempo que escapa a nuestra comprensión. Desaparecen bosques que cargan con
historias centenarias, en escalas de tiempo mucho más extendidas que las que
tenemos cada uno de nosotros”. Las araucarias pueden tener mil años, habría
lengas y coihues con 400 años de edad, mientras que los alerces patagónicos
pueden superar los 3 mil años (algunos indican que sería la segunda especie de
árbol más longeva). Por lo tanto, la pérdida de esos bosques exige que se
implantan tareas de restauración ambiental que deberían medirse en siglos, e
incluso alcanzar un mileno. Esto significa la necesidad de acciones y medidas,
tanto en los gobiernos como en la sociedad, apuntando al año 3015.
Tiempos
fracturados
Comprometernos
para el año 3015: ¿habla usted en serio?, se preguntarán muchos. Estamos frente
a un problema fenomenal, ya que nuestros ritmos de vida prestan atención a las
horas, los minutos e incluso los segundos, las actividades personales y
familiares se planean en escalas de semanas o meses, y los gobiernos casi nunca
planifican, y cuando lo hacen, a duras penas pueden pensar en los próximos 4 o
5 años. No existe una institucionalidad que piense las políticas futuras para
las próximas décadas, y postular un plan de desarrollo para el próximo siglo
resultaría un despropósito para unos cuantos políticos y académicos. Nuestra
política y mitologías del desarrollo no piensan como araucarias o alerces. En
efecto, nuestro sentido del tiempo es incompatible con los ritmos de esos
árboles centenarios o milenarios. La política de los humanos marcha a un ritmo
de vértigo y es fugaz desde el punto de vista de la “política” de las
araucarias. Estamos frente a una fractura en cómo discurre el tiempo para la
Naturaleza y como corre para nosotros.
Las
implicancias de esa divergencia temporal son enormes. Lo que nosotros vemos
como un lento devenir en los árboles no es una amenaza para la humanidad, sino
que, por el contrario, los necesitamos para asegurar funciones ecológicas
indispensables planetarias para nuestra sobrevida, como reducir los gases con
efecto invernadero. Pero, a la inversa, la vertiginosa marcha de los humanos sí
es un peligro para los árboles, ya que sus acciones desembocan, por ejemplo, en
estos incendios. Desde el sentido del tiempo de los árboles de la Araucanía o
la Patagonia, nuestra presencia apenas acaba de ocurrir, es como un destello
fugaz, pero que puede acabar con todos ellos. Nuestra capacidad de destrucción
ambiental es casi instantánea medida en esos ritmos ecológicos. Por lo tanto,
no sólo estamos frente a dos ritmos en el tiempo casi opuestos, sino que sus
consecuencias y peligros también son casi opuestos. Es que los desarrollos no
sólo actúan modificando los territorios, lo que es muy evidente por ejemplo por
la imposición de concesiones mineras o la repartición mercantil de las cuencas
hidrográficas, sino que también alteran, deforman y recortan nuestros
entendimientos sobre el tiempo. Son concepciones con una cadencia temporal que
siempre está corriendo, y que cuando se enlentece, es cuestionada política y
socialmente. Por ejemplo, en Chile, esa cultura está detrás de los reclamos por
lograr la mayor tasa de extracción minera, forestal o pesquera.
Las
concepciones del desarrollo no sólo se mueven muy rápidamente, sino que deseo
llamar la atención que toda su institucionalidad y bases conceptuales están
organizadas para impedir que abordemos los problemas que eso acarrea.
Aprovechamos cada vez más recursos naturales, a ritmos más vertiginosos, y
somos incapaces de reconocerlo. Las advertencias sobre el próximo agotamiento
de recursos no renovables o sobre el desplome de poblaciones animales o vegetales
por sobreconsumo, son sistemáticamente ignoradas. Los humanos no sólo están
acelerados, sino que producen una cultura del desarrollo que activamente les
impide comprender que están en una carrera desbocada. Dicho de otra manera, las
variedades de capitalismo, desde la más convencional en Europa o aquella en
manos del Partido Comunista de China, encogen el tiempo, hasta casi anular
algunas de sus dimensiones, y el futuro se lo restringe a expectativas de
crecimientos y consumo. La bolsa de valores hace transacciones en fracciones de
segundo, y los precios internacionales cambian de hora en hora, mientras los
consumidores esperan satisfacciones inmediatas y son incapaces de sopesar las
implicancias de sus comportamientos sobre las opciones de vida de sus nietos o
bisnietos.
Minimizando
el tiempo ecológico
La
minimización de las implicancias temporales de los incendios forestales es muy
evidente. No faltan los ejemplos que los presentan como “accidentes”, lo que de
alguna manera implicaría que son ajenos a las intervenciones humanas o escapan
a sus controles. Esta es una posición que no resiste un examen serio, ya que es
frecuente que los incendios comiencen por acciones humanas, intencionales o no,
o bien son posibles por el deterioro de los bosques, la presencia de residuos,
productos inflamables, etc., todos ellos factores originados en intervenciones
humanas. A todo esto se suman las ineficiencias e incapacidades gubernamentales
para controlarlos y apagarlos.
También
existe una minimización a partir de torcer la evidencia científica que muestra
que ciertos bosques requieren de incendios de tiempo en tiempo para asegurar su
regeneración y recomposición, e incluso para permitir la liberación de
semillas. Este hecho, señalado inicialmente para América del Norte, ocurría en
grandes superficies boscosas, bajo condiciones muy distintas a la de los
bosques fragmentados actuales. Decir que habría unos incendios más “naturales”
que otros olvidan esas particularidades ecológicas, y sirve para ocultar las
responsabilidades humanas. Los grandes incendios tienen además unos impactos
acumulativos. Aunque en nuestra escala de tiempo sean ocasionales, pongamos por
caso uno cada diez años, para los ritmos de las araucarias eso sucede
rapidísimo, y se acumulan las pérdidas antes que nuevos árboles puedan
completar sus ciclos de vida. Queda en claro que las medidas de control y
conservación ambiental disponibles en la actualidad no están pensadas desde las
necesidades de las araucarias y alerces, sino que están acotadas al ritmo vertiginoso
de los desarrollos contemporáneos. Lo que se hace en cuestiones ambientales en
Argentina, Chile y el resto de América Latina, sigue siendo paliativo, y está
cada vez más rezagado en poder frenar la pérdida de biodiversidad o destrucción
de ambientes naturales.
Las
razones de una política ambiental pensando como araucarias
Si
asumimos una política ambiental en serio, en el sentido que realmente asegure
la sobrevida de las especies animales o vegetales, son necesarios unos cambios
radicales. Debemos pensar (y sentir) como alerces o araucarias, y colocar los
objetivos en futuros mucho más distantes, en escalas de siglos o milenios. Es
por este tipo de razones que necesitamos una política de conservación
desplegada hasta llegar al 3015. Hay dos grandes tipos de razones y
justificativos para este reclamo. Unos se basan en los conocimientos actuales
de la ecología y la biología de la conservación, y los otros en la necesidad de
una nueva sensibilidad y ética para salvar al planeta, y a nosotros mismos.
En
el primer caso, la base científica en ciencias ambientales muestra que un
problema cada vez más grave es que la fragmentación de ambientes naturales, o
el paulatino encogimiento de las poblaciones de plantas o animales, hacen que
sus riesgos de extinción en el largo plazo cada vez sean más altos. Apelando a
un ejemplo, si el número de jaguares que vive en una selva tropical es pequeño,
y a su vez están atrapados en distintos fragmentos de bosques, separados uno de
otros, la posibilidad que se extingan puede ser pequeña en las próximas
décadas, pero si se la evalúa para los próximos siglos se vuelve casi una
certeza. Algunos estudios predicen un grave encadenamiento de extinciones en
los próximos siglos por la fragmentación de los bosques y la reducción de su
superficie total. Por lo tanto, una verdadera y efectiva conservación es la que
asegura la permanencia de un ambiente o una especie en el largo plazo, y una
buena medida es ubicar esa meta en un milenio. Esta no es una cuestión de
romanticismos desubicados, sino de la más reciente y rigurosa ciencia de la
conservación.
El
segundo tipo de razones avanza desde otro flanco muy distinto. Apunta a las
necesarias transformaciones en las ideas sobre el desarrollo, ya que allí están
las bases que explican la depredación de la Naturaleza, el encogimiento
capitalista de algunas escalas temporales, y la aceptación de una cierta
crueldad. Es que hay un componente de crueldad en tolerar que se mate, porque
eso es lo que está ocurriendo: la muerte de seres vivos que han estado en
nuestros territorios desde lo que nuestra mirada entendería como una eternidad.
Debemos buscar una alternativa al desarrollo que por un lado recupere nuestra
capacidad de indignación y repulsión ante la destrucción ambiental, y que
permita recuperar el control sobre nuestros sentidos del tiempo. Necesitamos
enlentecernos para una mejor calidad de vida, y para evitar el colapso
ecológico. Debemos despojarnos de los mitos y prejuicios de los desarrollos,
para pensar y sentir un poco más como los alerces y las araucarias.
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