LA CRIMINALIZACIÓN
DE LOS MAPUCHE
La formación de organizaciones jerárquicas o
liderazgos verticalistas no es una característica de las culturas americanas.
Por el contrario, coexisten muchos jefes locales, y cada uno tiene autoridad y
autonomía suficiente como para concebir sus propias estrategias. En el caso
mapuche, la gente se identifica en comunidades o lof rurales o
urbanos, y también en organizaciones de segundo grado. Además de los jefes
comunitarios, cuyos cargos son electivos y rotativos, hay personas individuales
que devienen líderes en función de sus capacidades excepcionales, su sabiduría
y su conducta. A pesar del maltrato recibido durante siglos, y a pesar de esta
diversidad interna que posibilita toda clase de respuestas, no hay prueba,
hasta hoy, de la existencia de un proyecto secesionista –y mucho menos,
violento- entre los líderes mapuche de este lado de la cordillera, tal como
comenzaron a agitar de la noche a la mañana algunos funcionarios.
Por Diana Lenton
En los últimos días
una serie de hechos puso en las portadas de los medios y en las bocas de varios
funcionarios de gobierno el llamado “conflicto mapuche” en la Patagonia. Un
conflicto que algunos de ellos prefirieron titular como “guerrillas mapuches” o
“terrorismo mapuche”. El provecho político reside en la escalada, y entonces, a
medida que pasan las horas, el titular es cada vez más el “terrorismo”, sin
ninguna otra consideración. La cuestión gira en torno a las características
atribuidas al preso político mapuche Facundo
Jones Huala, su familia
y su comunidad, y a las organizaciones con las cuales se lo relaciona. El
conflicto en sí no es nuevo aunque tuviera una extraordinaria difusión en las
últimas semanas, estimulada por la coyuntura electoral. Hasta la desaparición
de Santiago Maldonado, un joven bonaerense adherente a la causa mapuche, en el
contexto de una de tantas represiones ilegales y violentas encaradas por las
fuerzas armadas en el territorio mapuche.
En este punto no
quiero ceder a la tentación de demorarme en la vergonzosa cobertura que los
medios vienen haciendo de esta cuestión. Desde el “descubrimiento” que hizo
Clarín en enero de este año, de Facundo Jones Huala como “el mapuche violento
que le declaró la guerra a la Argentina y Chile”, en una nota plagada de
errores acerca del origen y la biografía del protagonista, de las
características de las organizaciones e inclusive de los datos concretos de las
supuestas “víctimas” del peligroso terrorista. Hasta la participación decisiva
del mismo diario y otros en la viralización de las acusaciones del Gobernador
de Chubut, Mario Das Neves, quien llegó a la irresponsabilidad de acusar al
Juez Federal de Esquel, Guido Otranto, de actuar en “connivencia con
delincuentes” a raíz de su decisión de no hacer lugar al pedido de extradición
de Jones Huala a Chile, en noviembre de 2016. El juez sostenía no
haber podido comprobar las acusaciones, por un lado y, por otro, que el proceso
judicial incluyó “confesiones” obtenidas bajo tortura por personal policial. A
este atropello a la independencia judicial le siguió la nueva detención de
Facundo en junio, y la duplicación ilegal de su juzgamiento por los mismos
hechos, tal como vienen denunciados desde Chile: portación de armas y daños a
vehículos e inmuebles. La prensa argentina suma –aunque no está en el
expediente- violencia contra personas. Cabe agregar que mientras de este lado
de la cordillera descubrimos el “terrorismo mapuche”, del otro lado se van
cayendo las mismas causas –que involucran a muchísimas autoridades políticas y
religiosas de los mapuches que viven en Chile- por la evidencia del fraude que
pesa sobre ellas. Decenas de dirigentes mapuches se encuentran en prisión en
Chile por causas muchas veces nimias, que ocultan en todos los casos la
represión del reclamo mapuche en cualquiera de sus formas.
Mientras se utilizó
hasta el paroxismo la imagen de un camión quemado a principios de este año, así
como otras fotografías de personas encapuchadas junto a símbolos mapuche, que
le permitió a ciertos medios explotar fantasías de un combo que remite a Chiapas-Gaza-Libia-y-Euskadi-todo-junto,
fue mucho menos difundida la tremenda imagen de Emilio Jones con su cara
baleada, en una de tantas entraderas de la policía provincial en Cushamen.
Menciono esta imagen para afirmar que no se trata de carencia de recursos
informativos, sino de una decisión política activa.
Como dije antes, no
quiero ceder a la tentación de centrarme en el delirio mediático, tema que
podría ser analizado mucho mejor por personas más expertas. Sin embargo, en
esta historia no puede faltar, por su gravísima incidencia, la mención del
pésimo armado de la nota que el programa Periodismo Para Todos tituló como “La
amenaza armada que preocupa al gobierno”. Dentro del estilo que ya le
conocemos, de recorte y pegue de imágenes superpuestas de modo pretendidamente
“casero”, se intercalan fotos de los protagonistas de esta historia, publicadas
en otros medios, con acciones de otros lugares del planeta, fotos de camiones
quemados, al estilo en que un alumno de primaria “ilustra” con figuritas su
tarea escolar. Mientras tanto, la voz en off va soltando nombres, cifras y
datos que impresionan. No se entiende muy bien por qué se entrevista a un
periodista chileno que no sabe mucho del caso local. Luego, un par de minutos
de una entrevista a Facundo Jones Huala en la que el recorte es evidente. Y en
medio de tanta falsa torpeza, se insertan dos hechos a los que se dedica,
curiosamente, bastante más tiempo: por un lado, el ataque a la Casa de Chubut
en Buenos Aires, en la misma semana, por parte de un grupo sin identificación
que sólo realizó pintadas con el conocido símbolo anarquista, y escribió como
único mensaje: “Aparición de Seba El lechu” (sic). Esto alcanzó para que Jorge
Lanata adjudicara el golpe a una célula del terrorismo mapuche. Curiosa organización
terrorista ésta, que no reivindica el golpe en ningún comunicado, pierde la
oportunidad de escribir su nombre en las paredes, y al demandar la aparición
del aún desaparecido, confunde su nombre… ya que Seba, “el lechu”, se llama en
realidad Santiago.
Por otro lado,
Lanata también inserta en medio de la nota la referencia a otro hecho policial,
el crimen del policía José Aigo, aún impune, sucedido en marzo de 2012 en el
paraje Pilo Lil en Neuquén. Se muestra a los hermanos de la víctima relatando
los hechos, aunque queda en evidencia que no creen en una autoría mapuche del
asesinato. Por el contrario, se identifica a dos de los acusados por el hecho,
ciudadanos chilenos, actualmente prófugos. Dos supuestas organizaciones armadas
chilenas se habrían adjudicado el hecho. En este episodio, donde resultó
asesinado un policía mapuche, cuyo apellido concuerda con una de las
comunidades mapuche más reconocidas de la provincia, la justicia atribuye el
móvil al narcotráfico y el contrabando y sigue los pasos de dos prófugos que no
son mapuches. Sin embargo, por obra y arte de PPT, la causa “estaría
relacionada” con el movimiento mapuche en Argentina. Cabe destacar además que
Lanata evitó prolijamente mencionar al tercer acusado en el hecho, un “hijo del
poder” de la sociedad de Junín de los Andes, que fue apresado en el marco de
esta causa. La desaparición de Maldonado, por su parte, es mencionada sólo al
pasar, para “explicar” las pintadas sobre “Seba el lechu”. ¿No son demasiadas
omisiones, junto a la inserción de hechos violentos, en un contexto donde por
más que se busque, no aparece la violencia mapuche y en cambio sobra la
violencia estatal?
Historia genocida
Ya ha sido
demostrado el carácter genocida de los avances del Estado argentino sobre los
territorios indígenas. Desde la Independencia, de manera irregular y
espasmódica, y en forma progresiva, se fue afianzando en la clase política la
idea de la necesidad, del beneficio y/o de la impunidad del exterminio de los
llamados “salvajes”. A fines del siglo XIX la violencia estatal se volvió
arrolladora. De nada sirvieron acuerdos, tratados, pactos preexistentes,
bautismos, cartas ni amistades personales. A la expropiación territorial se
sumaron las ejecuciones sumarias, la prisión masiva, las desapariciones, la esclavitud,
la violencia sexual y el secuestro de sus niños. Algunos líderes originarios
lograron, después de años de recorrer pasillos, la asignación de un lote para
vivir con sus familias. En general, aquellos terrenos no servían para la
agricultura: de allí que hoy muchas comunidades se asientan en zonas
estratégicas para la explotación turística, minera o petrolera. No es que los
mapuches hoy quieran ocupar esos lotes, sino que son los únicos espacios donde
los dejaron quedarse. Muchos no obtuvieron nada, y emigraron a Chile o
permanecieron, gambeteando la pobreza, como peones de estancias o trabajadores
informales. En el resto del país, esta situación se repite, con pocas
diferencias. Las campañas militares de ocupación de la región chaqueña se
extendieron hasta casi la mitad del siglo XX. Los últimos censos de población
en nuestro país dan cuenta de la magnitud de la emigración a las ciudades de la
población indígena.
A partir de allí,
una vez sometidos los pueblos y anulada su resistencia, comenzó la era de la
“política indígena”. Hubo innegables avances en la consecución de políticas de
reconocimiento de derechos. Sin embargo, hasta el día de hoy permanece una
falla endémica de los estados nacional y provinciales y sus distintas agencias,
en poder resolver la omnipresente “cuestión indígena” con cierta eficacia. El
asistencialismo y el clientelismo a lo largo del proceso de reconocimiento de
los indígenas como sujetos políticos conviven con la represión periódica de
cualquier forma de reclamo más allá de los carriles previstos, y con la
profundización de condiciones socioeconómicas que contrastan dramáticamente con
los discursos de amistad e “interculturalidad”. Los territorios “asignados”
fueron saqueados de sus recursos, hasta hacer inviable la vida comunitaria.
Lejos de resolverse, este drama se profundiza, a medida que el avance de la
frontera extractiva, en virtud de nuevas tecnologías -llámense agricultura
transgénica, minería a cielo abierto o fracking petrolero- pone el ojo del
mercado –y el brazo del Estado- sobre las comunidades. Los numerosos convenios,
acuerdos y tratados internacionales que el Estado argentino ha suscripto en
beneficio de los pueblos originarios son sistemáticamente violados.
Más aún, la
ideología proeuropea en nuestro país sostuvo la ilusión de que la población
argentina, por una u otra vía, estaba definitivamente “blanqueada”. La
invisibilización de los pueblos originarios fue sólo interrumpida por la
represión de los eventuales conflictos. De esa manera, el Estado se acostumbró
a visibilizar a las comunidades sólo en clave de violencia. La respuesta
política de la gente indígena a esta situación es muy diversa. La formación de
organizaciones jerárquicas o liderazgos verticalistas no es una característica
de las culturas americanas. Por el contrario, coexisten muchos jefes locales, y
cada uno tiene autoridad y autonomía suficiente como para concebir sus propias
estrategias. En el caso mapuche, la gente se identifica en comunidades o lof rurales
o urbanos, y también en organizaciones de segundo grado. Además de los jefes
comunitarios, cuyos cargos son electivos y rotativos, hay personas individuales
que devienen líderes en función de sus capacidades excepcionales, su sabiduría
y su conducta.
A pesar del
maltrato recibido durante siglos, y a pesar de esta diversidad interna que
posibilita toda clase de respuestas, no hay prueba, hasta hoy, de la existencia
de un proyecto secesionista –y mucho menos, violento- entre los líderes mapuche
de este lado de la cordillera, tal como comenzaron a agitar de la noche a la
mañana algunos funcionarios. Tal agite es una excusa pergeñada luego de la
represión a comunidades que ocupaban tierras en disputa sin que ello implicara
el establecimiento de una nueva frontera internacional. Mucho menos, significa
la anexión de una parte del territorio a Chile, un fantasma de larga data
creado en Buenos Aires y exportado a las ciudades patagónicas, con tan poco
arraigo en la realidad como puede verificarse a partir de la pésima relación de
las comunidades mapuches con el estado chileno.
En muchos sentidos,
el pensamiento político de los mapuches no es tan diferente al de otros pueblos
originarios. Como demuestran los numerosos encuentros que suelen
producirse por diversos motivos entre dirigentes de distintos pueblos
originarios de los 38 que habitan el actual territorio nacional, los reclamos y
los conceptos son comunes. Existe una idea muy difundida de que los qom, por
ejemplo, son más “pacíficos” que los mapuches. Esta idea fue refutada no sólo
históricamente, cuando la conquista de los territorios indígenas chaqueños le
insumió al ejército nacional muchísimas décadas. También en la actualidad, los
qom son sanguinariamente perseguidos por los gobiernos provinciales, en la
medida en que obstaculizan los proyectos de enriquecimiento de ciertas elites.
Lo mismo ocurre con los diferentes pueblos. En las estancias de Benetton o
acampando en la Capital Federal, los líderes indígenas reciben el castigo
asignado a los okupas que estropean el paisaje de la civilización.
Un prejuicio
arraigado es el que refiere a los mapuche como extranjeros. Sin embargo, el
Censo Nacional de Población permite verificar que apenas un 3,7 % de los
mapuches censados en el país han nacido fuera del territorio argentino,
mientras que un 96,3% de los mapuche son argentinos por haber nacido dentro de
las fronteras de la Argentina. El 89 % de los mapuche, además, ha nacido en la
misma provincia en la que fueron censados. Esto nos dice que a pesar de que
muchas personas creen que los mapuche son chilenos, la realidad es otra muy
diferente: la mayoría de ellos no sólo no es chileno, sino que casi todos viven
y permanecen en el pago donde han nacido. Esto no se contradice con el
reconocimiento de que la identidad mapuche trasciende a la frontera, ya que se
trata de un pueblo que ha sido artificialmente dividido, cuyas familias
quedaron, aún hoy, a ambos lados de la cordillera, y que esta última no
constituye una frontera natural sino por el contrario, un histórico punto de
encuentro. Existe una impugnación moral de muchos dirigentes sobre los estados
nacionales, dado que la conquista se realizó por medios violentos.
En todo este
contexto, la rebeldía de algunos jóvenes no tiene que ver con una inclinación
atávica ni con una tendencia criminal, sino con simple honestidad y coherencia
intelectual y afectiva. El único modo en que un gobierno puede confrontar con
esa rebeldía es cambiando sinceramente las condiciones en que se viene
relacionando el Estado con los pueblos originarios. Sin embargo, hasta ahora
estamos lejos de visualizar semejante disposición. Por el contrario el foco de
los discursos se pone sobre los mapuche, eludiendo la responsabilidad del
estado. Para la antología de la iniquidad, quedan las afirmaciones de nuestra
Ministra de Seguridad del “confirmado” financiamiento inglés a la organización
terrorista de Facundo Huala. Dado el escaso armamento secuestrado en los
operativos, y especialmente dada la evidente indefensión con que cada comunidad
sufre el atropello de las fuerzas armadas, es difícil sostener esta afirmación.
Facundo Jones Huala
no es el primer preso político originario en nuestro país. Seguimos reclamando
la liberación de Agustin Santillán, el líder wichí preso en Formosa desde hace
cuatro meses por visibilizar los abusos contra su gente, en Ingeniero Juárez. También
es indispensable recordar que a lo largo y ancho del país se suceden casi a
diario los desalojos, las expulsiones, los abusos contra las comunidades. En
las últimas semanas han sido noticia los ataques violentos a las comunidades
mbyá (guaraníes) en las cercanías de San Ignacio, Misiones. La desaparición
forzada tampoco es una práctica desconocida en el contexto de la represión a
los pueblos indígenas y a las clases trabajadoras. Daniel Solano lleva casi
seis años desaparecido en Río Negro; Sergio Avalos, catorce años sin aparecer,
y sus causas judiciales fueron sistemáticamente operadas por los amigos del
poder. Marcelino Olaire, de La Primavera, desapareció a fines de 2016 en un
hospital de Formosa. Sus familias reclaman por ellos incansablemente.
La agitación del
fantasma del terrorismo y el secesionismo mapuche en un claro momento
electoral, sin embargo, abre otros interrogantes. ¿Cuál es el rédito que
obtiene el gobierno al instalar estas figuras en la vidriera política? ¿La
identificación de su agenda con el proyecto sarmientino de erradicación de la
barbarie? ¿O más bien, la fidelización de un sector de su electorado que podría
comenzar a sentirse incómodo por la escalada represiva, a no ser que se
identificara a los reprimidos con quienes lo merecen por ser terroristas, por
extranjeros, inauténticos? En ese sentido, es tan importante reclamar al
gobierno nacional y provincial, que como responsables deben responder por la
desaparición de Maldonado y por la criminalización de Jones Huala, como
trabajar con aquellos sectores de la sociedad nacional que se “tranquilizan”
viendo terroristas en los mapuches y punteros pagos en los linyeras de Barrio
Norte. El “estado de excepción” que una parte de la ciudadanía, azuzada por la
manipulación mediática está pidiendo, es, junto con la estigmatización de cada
vez más amplios sectores de la población, la incubadora del totalitarismo.
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