1 de octubre de 2001

Calles de cartón

MARGINALIDAD SOCIAL

Dentro de un contexto socioeconómico en donde las carencias aumentan, una fuerte tendencia toma cada vez más fuerza: gran cantidad de personas apenas subsisten de los residuos que encuentran al paso, en la vía pública. El fenómeno de los que juntan latas, diarios, cartones y demás, conforman una simbiosis en zonas caracterizadas por un alto poder adquisitivo.

por Javier Cacio


El nuevo siglo parece no haber traído una nueva vida. O más bien, una nueva “buena” vida. En los tiempos que nos detenta la Argentina de hoy, existen algunos hechos que están incorporados a nuestro andar cotidiano y solemos pasar por alto. Este andar de manera continua tiene como escenario las calles de la ciudad capital, terreno de confrontación permanente, pero no el único. Fundamentalmente la mención apunta hacia una toma fehaciente de conciencia de una realidad que, por el simple hecho de ser transitada desde un sentido común influenciado por tentaciones materiales de segundo orden, pasa sin importancia ante nuestras narices.

Sabido es que la miseria y la hambruna son factores consensuados dentro de los sistemas económicos de mercado, que relegan humana y moralmente cada vez más a grandes proporciones de individuos dentro de una sociedad. Evidentemente el dato apunta más allá del grado de desarrollo de esa gruesa capa de personas que tradicionalmente tuvo a su alcance medios suficientes para su progreso. Se está hablando de una pobreza que lamentablemente golpea y azota a seres humanos carentes de todo tipo de resguardo, y que se ven solitarios y marginados ante las adversidades de un mundo esquivo, donde los únicos caminos son los de la mínima subsistencia. Fundamentalmente son aquellas personas instaladas en las villas miserias, en su mayoría del Gran Buenos Aires, pero también en algunos asentamientos dentro del mismo perímetro metropolitano. Son personas acostumbradas a deambular por las calles nocturnas, cargando no sólo con el peso de lo que encuentran a su andar, sino con el de sus vidas y el de sus destinos. Son personas cuyos rostros muestran los surcos que el sufrimiento y la intemperie les ha ido dibujando con el paso de los años, inclusive en quienes aún no han alcanzado una edad adulta, y que, a pesar de esta rigidez, dejan traslucir una gran expresividad, cargados de gestos desaprensivos y expectantes, vigilantes y huidizos, melancólicos y risueños, desafiantes y acongojados...

Parece aún más terrible toda esta puesta en escena cuando el accionar de los más necesitados es precisamente en donde conviven los menos necesitados, o mejor dicho los más “encorsetados”. Si el calificativo es demasiado rudo, bienvenido sea, puesto que las miradas de las señoras de alta alcurnia se filtran como rayos láser sobre las víctimas, describiendo una antipatía y hasta una gran molestia por ensuciar el paisaje urbano cuando por ejemplo, un grupo de chicos untados en roña, rodea la entrada de sus lujosos edificios, o cuando se agolpan en las hamburgueserías esperando la hora en que se embolsan las sobras de comida...

En definitiva, en nuestra Argentina de hoy, en zonas de una opulencia material de otros mundos, podemos observar cómo se entretejen historias de gente que lucha en una competencia donde la supervivencia es el trofeo máximo. En cualquier esquina, al lado de cualquier árbol, a la hora en que las luces de la gran ciudad se encienden, nuevas historias comienzan a escribirse. Historias que pueden ser las mismas de todos los días, las de siempre, pero donde todas y cada una de ellas hablan por sí solas...

“Con salir unas tres veces por semana, me es suficiente. Además a esta edad, enferma, no puedo hacer más ”, expulsa Isabel con tono cansino pero vivaz, mientras acarrea un changuito repleto en su mayoría por diarios.

A pesar de sus 56 años y de una diabetes que la aqueja, Isabel camina unas tres horas por jornada. Su aspecto no guarda resabios de miseria, pero en su mirada y en su voz pueden intuirse una mezcla de sufrimiento y valentía. Su voz es suave y agradable y no se percibe ningún recelo al hablar. Su paso es lento pero firme y, sin importar las bajas temperaturas ni las lluvias, sus salidas son necesarias.

“Hace unos quince años que me mantengo de esta manera. Antes trabajaba en casas de familia, limpiando y también cuidando chicos...”

El mantenerse de esta manera significa básicamente conseguir lo mínimo indispensable para poder alimentarse a partir de los restos de comida y de poder vender los diarios, revistas, elementos de aluminio y otros que consigue en su andar.

“Lo más fácil de juntar son diarios, revistas y todo lo que tenga cartón. También algunas latas y restos de comida. Lo que para muchos no sirve, a mí me puede venir bien...”

Isabel es viuda y vive sola en un barrio carenciado de Boulogne, al norte del Gran Buenos Aires. Impacta el hecho de ser madre de siete hijos varones, con edades entre los 35 y los 24 años, de los cuales no quiso ahondar en detalles.

“Por cada kilo de papel de diario se paga ocho centavos, y por el kilo de aluminio, unos setenta centavos”, relata Isabel. A partir de este apunte, es visible que su rutina forma parte de una cadena cuyo otro eslabón está formado por quienes compran todos estos elementos que gente como Isabel recauda.

“Allá donde vivo, nos compran las fábricas que hay. De envases, de muebles, de velas. Son unos cuantos los que nos compran”.

Su ruta es casi siempre la misma: empieza a caminar por la avenida Federico Lacroze, desde la estación Colegiales del ferrocarril de la ex línea Mitre hasta que se entromete en un zig-zag por el barrio de Belgrano, sin ir más allá de la avenida Cabildo y su cruce con la calle La Pampa. Claro que este itinerario está supeditado a la cantidad de cosas que vaya juntando...

En la zona cada vez más personas como Isabel “patean” diariamente en busca de su supervivencia. Todas éstas provienen de localidades del noroeste de la provincia de Buenos Aires. San Andrés, Malaver, José León Suárez, en su mayoría. Tal es la cantidad que desde mediados del año 2000, la empresa concesionaria de la ex línea Mitre, en su ramal Retiro-José León Suárez, ha tenido que diagramar un servicio especial que parte de la estación José León Suárez a las 18.40 hs. hacia Retiro y circula sin detenerse en todas las estaciones. La vuelta se produce a las 23.15hs. Lo paradójico de este servicio es que a pesar de sentar su razón de ser en cuestiones de “higiene y seguridad”, no es exclusivo. Es decir, esta formación puede utilizarse por cualquier pasajero que así lo necesite y que no tenga inconvenientes en viajar entre medio de carretas cargadas con cosas recogidas en la calle. Este servicio “diferencial” transita diariamente, a excepción de los sábados y su costo es de 10.50 pesos por quincena, del cual nadie está exento.

Historias como la de Isabel pueden encontrarse a pocos metros una de otra, levantando la cabeza, siempre y cuando no se quiera hacer la “vista gorda”.

Historias como la de Fernando, de 23 años. Pelo largo y renegrido, buzo de gimnasia y pantalón de lona. Puede vérselo agachado, al pie de un árbol, inmiscuyéndose en la intimidad de algunas bolsas de desechos. Fernando es de los pocos que realizan su recorrido en bicicleta, lo que a las claras es una comodidad, pero a su vez una limitación en la capacidad de recolección.

Fernando proviene de un asentamiento carenciado, a unas ocho cuadras de la estación José León Suárez.

Este muchacho, de voz tímida y cabizbajo, cada día por medio carga su bicicleta en el tren y sale a juntar principalmente latas y aluminios. A diferencia de Isabel, Fernando recibe unos sesenta centavos por cada kilo de aluminio. Obviamente, el salir en bicicleta, si bien le resulta más cómodo, le imposibilita disponer de una gran cantidad de cosas a juntar.

“ Y..., más o menos por día hago entre dos y dos pesos con cincuenta. A veces tres o cuatro. Me alcanza para comprar leche y pañales”, dispara Fernando. La leche y los pañales son para sus dos hijos, Jessica de un año y medio y Javier, de tan sólo cuatro meses.

“A veces no me dan muchas ganas de juntar lo que otros tiran, pero lo necesito para mantener a mis hijos. Lo que pasa es que hace casi dos meses que no me sale ni una changa”. Fernando es albañil, y también hace trabajos de pintura y plomería junto a dos de sus siete hermanos, pero lamentablemente no dispone de una continuidad en estos rubros...

Diferente, pero parecida a Fernando es la historia de José, un muchacho de 29 años, quien se tiene que esforzar a sobremanera para empujar su carreta “arqueada” de tanto peso que ha depositado en ella. De hablar pausado y demasiado bajo para el tránsito que se escucha de fondo, José es por demás risueño. “Estas carretas, la verdad que son bárbaras. Les puedo cargar lo que quiera. Una vez me dieron una cocina, y también una heladera, y no tuve problemas”, afirma elocuentemente, mientras desarma una persiana de aluminio que encontró tirada en la esquina de Federico Lacroze y 11 de septiembre. Es que hace poco menos de un año que pudo comprarse su “herramienta de trabajo” y lo declara con orgullo. Por ella tuvo que desembolsar tanto como 50 pesos.

“Allá por donde vivo, son unos cuantos los que arman carretas de este tipo. Hay más grandes, pero valen como cien mangos. Hoy, una como ésta la podés conseguir por treinta”, asume afligido. Allá donde vive es nada más y nada menos que el barrio La Cárcova, a quince cuadras de la estación José León Suárez, las que camina con su carreta, luego del viaje en tren.

Para José una buena jornada significa poder obtener unos quince pesos por todo lo que junte, los cuales dice alcanzarle lo suficiente, por lo menos para poder comer y comprarse algo de ropa. Hace aproximadamente tres años que sale a juntar, desde que dejó de trabajar como barrendero en la localidad de San Martín, durante tres meses, lapso en que concluyó su contrato. Anteriormente trabajó en una empresa de recolección de basura, en Boulogne.

Al igual que muchos, José también realiza trabajos eventuales dentro del rubro albañilería, pero últimamente no han estado a la orden del día. “La última changa que me salió fue de albañilería. Por tirar toda una pared no hace mucho, me dieron sesenta pesos.”

Contrariamente a la soledad de sus salidas nocturnas, José vive en pareja, pero es él quien se ocupa del mantenimiento hogareño, ya que su compañera padece un tumor en la cabeza...

Una noche más va llegando a su fin para José, al igual que para muchos otros que se alistan rumbo a la estación, a la espera del tren que los lleve de regreso a sus casas. Una rutina que se repite casi todas las noches de sus vidas, dentro de una realidad que por cierto, atravesamos cada vez más de manera desinteresada. Este fenómeno que se acrecienta a medida que el tiempo transcurre, desnuda las falencias de todo un sistema cada vez más esquivo para con los más carenciados. Es simplemente un síntoma más de una grave enfermedad que acarreamos la mayoría de los pueblos: la falta de asistencialismo, que también puede interpretarse como falta de solidaridad, enmarcado por una gravísima distorsión de valores, dentro de una sociedad que presume estar organizada en un Estado, en donde quienes detentan el poder son los principales “distraídos”, pero que nadie puede quedar exceptuado de responsabilidad alguna.

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