GOLPE
DE ESTADO (INSTITUCIONAL) EN BRASIL DESTITUYE A DILMA
La
ya ex presidenta Dilma Rousseff había sido reelegida por el pueblo
brasileño con más de 54 millones de votos; bastaron apenas 54 votos
de senadores para destituirla y ahora Michel Temer gobernará por dos
años a contramano de trece años de construcción popular del
Partido de los Trabajadores.
Por
Marcelo
J. Levy
El
destino ya estaba marcado. Dilma fue destituida de su cargo de
presidenta de Brasil por los sectores mas reaccionarios y rancios de
la derecha vernácula. Lo que sigue: evitar que Lula pueda retornar
al poder por las urnas en 2018. Quien ahora tendrá la banda
presidencial hasta fines de 2018 está vinculado al escándalo de
Petrobras. El empresario Marcos Odebrecht (preso por este caso)
aseguró que Temer le pidió más de 3 millones de dólares para
campañas de su partido. No pudieron probarle nada a Dilma. Con la
excusa de la formalidad juridica e institucional se consumó un
verdadero golpe de estado moderno. Algunos lo llaman institucional,
pero son los mismos que en 1964 se lo perpetraron a João Goulart.
La
farsa duró 112 días, desde el 17 de abril cuando 367 diputados
dieron lugar al juicio político a la presidenta hasta que 61
senadores dieron la estocada final el 31 de agosto a cambio de un
puñado de favores para sus negociados y la promesa de inmunidad
judicial: 41 de los 81 senadores y casi un tercio de los diputados
están acusados de hechos de corrupción similares y en varios casos
peores que los que se le endilgan a Dilma. Las
irregularidades fiscales por las que se la destituye fueron
practicadas por todos los gobernantes de los últimos 20 años,
incluido el propio relator del impeachment, Antonio Anastasia, quien
durante su gestión como gobernador en Minas Gerais las cometió 51
veces.
Este
golpe es el tercero en la región desde que se dizfraza de
“institucional”: Honduras de Zelaya, Paraguay de Lugo y Brasil de
Rousseff, mientras se trata de desestabilizar otros gobiernos
populares, como los de Venezuela, Ecuador, El Salvador y Bolivia.
Recordemos incluso aquel fallido 30 de Septiembre de 2010 cuando la
policia se levantó en contra del gobierno democrático de la
Revolución Ciudadana en Ecuador.
Hoy
basta el control de los medios de comunicación masiva para imponer
imaginarios colectivos en los que basan los golpes blandos, aliados a
los corruptos sistemas judicial, parlamentario, policial. Ya no se
necesitan tanques. La senda trazada desde la derecha continental va
inexorablemente hacia la privatización de los recursos naturales,
las empresas estatales y los bancos públicos, extranjerizar las
tierras, comprometiendo la producción nacional de alimentos, la
soberanía alimenticia y el control sobre las aguas. A esto se añade
la reducción en los presupuestos para salud, educación y viviendas,
eliminación de los derechos laborales, olvido de la reforma agraria
y vaciamiento de los programas sociales.
El
gobierno golpista brasileño ha tomado las banderas de la dictadura
en lo que respecto a aplicar la teoría de los hechos consumados,
aquellos que una vez realizados, ya sea de forma legal o ilegal,
consolidan por el transcurso del tiempo y por la tolerancia de
terceros, un determinado estado de cosas. Se trata pues de hechos,
actos y situaciones que adolecen de un vicio en la concepción, el
origen o en su formación, calificables de ilegales, pero que la
tergiversación, el silencio, la imposición de imaginarios
colectivos, el tiempo o la propia fuerza ha sancionado. En
definitiva, una nueva derecha se ha impuesto en la región. Una
derecha que no tiene escrúpulos legalistas, que no está dispuesta a
respetar los modos de las democracias, que pretende arrasar los
sistemas educativo y de salud tal como los conocimos.
Párrafo
aparte merece la iglesia evangélica. Ocuparon y ocupan cargos de
diputados, ministros o presidentes. Cuatro décadas atrás,
irrumpieron masivamente en América Latina, de la mano de la Política
de Seguridad Nacional, como estrategia para contrarrestar la
influencia de aquel otro cristianismo, católico, en el que tenía
influencia las ideas de la Teología de la Liberación. Fueron parte
importante de la dimensión cultural de la ofensiva conservadora en
la guerra que se libraba entre quienes cuestionaban el estatus quo y
quienes lo defendían.
Para
ejemplificar su poder, en Brasil son 75 en una Cámara de 513
diputados, donde el PT sólo contaba con 64. Eran comandados por el
presidente de la Cámara, el ultraconservador miembro de la iglesia
evangélica –y separado de su cargo por corrupción- Eduardo Cunha.
Dilma
dio la pelea hasta el final. El tamaño de los poderes que enfrenta
son inimaginable. Igualmente en su
discurso de defensa tuvo una lucidez y una fuerza moral admirable.
Sin eufmemismos, describió el proceso como una “grave ruptura
institucional, un verdadero golpe de Estado. Un golpe que, una vez
consumado, resultará en la elección indirecta de un gobierno
usurpador”. Sabemos
quienes son los responsables. Ahora bien, también es menester
dilucidar cómo y porqué las
instituciones de Brasil han permitido traducir 54 millones de votos
en 61 voluntades dispuestas a destituir a una presidenta legítima.
Brasil arrastra un sistema de partidos que por su fragilidad
pareciera condenar a programas progresistas a establecer alianzas que
luego se constituyen en sus propias fronteras. Inclusive, si pensamos
que estas mismas estrategias de gobernabilidad se profundizan aún en
escenarios de restauración, lo que tenemos es una bomba de tiempo.
Brasil la tiene en sus manos hace algún tiempo y ahora terminó de
implosionar.
América
Latina atraviesa tiempos de recomposición política y económica y,
en tanto, recibe golpes a sus democracias. Estas democracias
comienzan a demostrar que, frente a la ofensiva de la recomposición
(por vía judicial, parlamentaria, mediática y económica), no
logran ofrecer herramientas defensivas. La destitución de Dilma
Rousseff cierra el ciclo progresista que se inició con la asunción
de Luiz Inacio Lula da Silva el primero de enero de 2003. Siendo
Brasil el país más importante de la región y el que marca
tendencias, estamos ante una inflexión irreversible en el corto
plazo, donde las derechas conservadores imponen su agenda. El triunfo
de la derecha argentina, es central en relación al ritmo y la
profundidad de una recomposición que va por su bastión político
más significativo: Venezuela. El panorama regional sudamericano
aparece claramente dominado por la alianza entre el capital
financiero, Estados Unidos y las derechas locales, que muestran un
dinamismo difícil de acotar a corto plazo. Hay que remontarse a
principios de la década de 1990 para encontrar un momento similar,
pautado por el triunfo del Consenso de Washington, el auge del
neoliberalismo y el derrumbe del bloque socialista.
No
todo esta perdido. La embestida neoliberal está golpeando no sólo a
los bolsillos de los latinoamericanos, sino a su esperanza. Pero si
un bucea entre los pueblos de la región y logra saltar el cerco
informativo encuentra luchas estudiantiles y populares en Brasil, los
movimientos de posguerra que ganan protagonismo en Colombia, las
nuevas resistencias negras, el movimiento campesino en Paraguay, la
resistencia al modelo sojero-minero en Argentina, y, en los últimos
meses, al ajuste del gobierno de Macri; las importantes
movilizaciones de las mujeres contra la violencia machista, como la
realizada en Perú en agosto; la persistencia de los movimientos
indígenas en Ecuador y Bolivia. Se abren nuevas e imprevistas
resistencias. En agosto hubo enormes movilizaciones en Chile, dos
grandes marchas de más de un millón de personas contra el sistema
privado de pensiones. En lo que concierne a Brasil, el plan no fue
perfecto: haber evitado la inhabilitación de Dilma Rousseff para
ocupar cargos públicos por ocho años, posiciona a Dilma para ser
una de las lideres de la resistencia al gobierno. No es poco.
Un
nuevo escenario se ha abierto en nuestro continente, una fotografia
signada por el egoísmo, el desdén a los más desposeídos y el
monstruoso proceso de concentración y acumulación; pero a su vez no
debemos desestimar lo construido en esta decada y media de gobiernos
progresistas. La historia no es cíclica. Es un espiral.
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